Noyés de bleu sur un ciel bleu
Durante ocho horas al día tengo frente a mí un ventanal que me ofrece una panorámica de una tranquila plaza de la ciudad, con un edificio emblemático que hace de ésta lo que se suele llamar una “vista privilegiada”. Desde hace unos días el cuadro se completa con un maravilloso pedazo de cielo azul que, cuando las horas pasan más lentas, me invita a admirarlo y perderme en ensoñaciones. Y cuando pienso en azul siempre pienso en Grecia, irremediablemente, en aguas turquesas con miles de matices, en cielos que parecen un decorado, en casitas blancas, en ropa tendida al sol, en ventanucos a través de los cuales la palabra “indolencia” adquiere un nuevo significado. Lástima que últimamente cuando oigo hablar de Grecia no sea precisamente por la belleza de sus paisajes costeros.
El otro día me compré dos libros que, sin yo tenerlo previsto, me han vuelto a transportar a tierras helénicas. Été es una colección de reflexiones de Albert Camus sobre el Mediterráneo, desde su tierra Natal, Argel, hasta Italia, y el autor consigue reflejar la luz y la vida de las ciudades de playa con pinceladas certeras en las que nada sobra. Por otra parte, un clásico de mi adolescencia, Mi familia y otros animales, en el que Gerald Durrell retrata con ironía las andanzas de su clan en la isla de Corfú, con descacharrante escenas de la idiosincrasia griega contrapuesta a la británica, pero también preciosas descripciones de la isla.
Eddie Salem es el pseudónimo con el que Georges Moustaki da sus primeros pasos en los primeros 60s, primero con un disco egipcio y luego con otro griego, Les enfants du Pirée. Años después Dominique A retomaría este clásico con una versión que en nada desluce la original, capaz de transmitir todas las sensaciones que he mencionado, las que al menos a mí me produce Grecia y el recuerdo de un viaje archivado en la categoría de “un día volveré”.
Feliz miércoles.